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El Palacio sin muros, donde la historia aún espera
La revolución no murió: la censuró el algoritmo.
Octubre fue un relámpago que alumbró historia. Un instante donde la multitud se volvió verbo, donde la palabra revolución dejó de ser consigna y se convirtió en cuerpo, en hambre que organiza, en utopía que camina. Petrogrado ardía, no por fuego, sino por ideas. El Palacio de Invierno no cayó por violencia, sino por la certeza de que otro mundo era posible. Y ese mundo, aunque herido, dejó una huella que aún palpita en las grietas del presente.
Hoy, el invierno es otro. No hay palacios que tomar, sino estructuras invisibles que nos toman a nosotros. La dignidad y la libertad ya no se transmiten por panfletos ardientes, sino por pantallas que nos dicen qué pensar, qué temer, qué ignorar, qué odiar. La posverdad ha hecho del lenguaje un campo minado: cada palabra puede ser una trampa, cada dato una ilusión. En Argentina, donde la historia se escribió con cuerpos en la calle, con ollas populares y con pañuelos blancos, el desencanto se filtra como niebla. Las luchas sociales, otrora columna vertebral de la esperanza, parecen hoy susurros en un vendaval de desinformación.
La inteligencia artificial promete orden, pero impone silencio. Nos quita preguntas. En su lógica, lo que no se mide no existe, lo que no se viraliza no importa. Y así, los rostros del barrio, los nombres de las cooperativas, los luchadores populares quedan fuera del cuadro. El neoliberalismo, mientras tanto, afina su discurso falaz: no dice “no hay alternativa”, sino “sé tu propia empresa”. Nos invita a competir pero como realidad concreta nos obliga a sobrevivir sobre la vida del otro semejante. Nunca a encontrarnos.
Pero siempre algo resiste. La palabra es una de las arenas de la lucha de clases. En las esquinas donde el algoritmo no llega, en los patios donde aún se canta, en los talleres donde la poesía se vuelve herramienta, hay una rebeldía que no se rinde y que se escribe con tizas, con micrófonos comunitarios, con redes y programas populares. Que no se mide en trending topics, sino en abrazos, en discursos que nombran lo que el mercado calla. En Tucumán, en cada rincón del país, hay voces que conjuran el simulacro. Que recuerdan que la historia no es un algoritmo, sino un tejido de memorias, de gestos, de resistencias. Que saben que la palabra puede ser trinchera, que la cultura puede ser barricada, y que la comunidad puede ser revolución.
Porque si Octubre fue posible, también lo es su reescritura. No como nostalgia, sino como promesa, como pregunta por ese otro mundo posible. Y en esa pregunta, la lucha vuelve a ser canción y consigna. La revolución, quizás, no tomará aún palacios, pero no debe abandonar la lucha por recuperar la palabra ganada en las calles. Y con ella, a viva voz, volver a encender el fuego de octubre.
Tomás Zabala
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